El cólera, enfermedad muy contagiosa originaria de
la India, se caracteriza por vómitos y diarreas acuosas de gran volumen que
llevan rápidamente a la muerte por deshidratación. Se contrae al consumir
alimentos o beber agua contaminados por la materia fecal de una persona
infectada. Esto ocurre con mayor frecuencia durante los meses cálidos en países
que carezcan de abastecimiento apropiado de agua y eliminación adecuada de
aguas residuales.
La enfermedad apareció en España en el año 1833 y se
propagó rápidamente por toda la península en los años siguientes. En 1855 ya
era conocida por toda la zona del Comtat. En Benilloba en 1854 acabó
con 13 personas. El brote epidémico de 1855 no fue el primero, pero
si el peor por su número elevado de victimas en tan poco tiempo.
Aparece el primer caso de cólera
en Benilloba el miércoles 8 de agosto de 1855, cuando, Teresa Villanova
Bernabeu, una benillobera de 43 años, fallece « con síntomas de cólera morbo según certificación del médico ».
El médico, aparentemente, aun no estaba totalmente convencido de su
diagnóstico.
Y no fue hasta el día siguiente
cuando se dio a conocer oficialmente la epidemia: un alpargatero de Cocentaina
de 36 años, Vicente Carbonell Miralles, murió « de cólera morbo evidente ». Las reacciones de pánico que esto
suscitó entre la población no se hizo esperar: Benilloba se aisló de los
pueblos vecinos. Este joven fue la única víctima que no era vecina del pueblo.
En apenas 56 días, es decir en
menos de dos meses, la enfermedad, llamada por entonces “cólera morbo asiático” mata en Benilloba a 95 personas
(7 veces más que en el año anterior), mayoritariamente hombres (64%) y
adultos (71%). La más joven de las víctimas, Antonio Vicente Mullor Ortíz,
muerto el 7 de septiembre de 1855, tenía 6 meses y la más anciana, Pascual
García, el suegro de Don Onofre Martínez, uno de los cirujanos del pueblo,
fallecido el 28 del mismo mes, con 82 años.
Al principio, los entierros se
hacían al día siguiente del fallecimiento. Debido tan a la gran cantidad de
muertos y al hecho que en aquellos tiempos todo se tenía que hacer a mano, es
muy probable que se mantuvieran fosas en el cementerio a la espera de nuevos
cuerpos para taparlas cuando quedaban llenas. La situación empeoró en los
primeros días del mes de septiembre con la muerte de uno de los dos
enterradores (hubo unos muertos que tuvieron que esperar 5 días antes de poder
ser enterrados). Sin embargo, las familias enlutadas parecen estar bastante
resignadas (no se notan escenas de pánico en lo que he podido leer); nuestros
antepasados sabían muy bien que no podían escaparse; no pienso que lo
viviríamos así hoy en día…
A pesar de todo, el Rector de
Benilloba, Don Isidoro Alberola, seguirá cumpliendo su deber pastoral
acompañando a las familias enlutadas. Pero es un hombre y su cansancio físico
se nota en la redacción de las partidas de defunción en los libros
parroquiales, cada vez menos ordenada, deja espacios vacíos para completarlos
cuando tenga más tiempo, incluso repite
la partida de defunción la misma
persona en fechas diferentes, una en
septiembre otra en octubre. Hay que decir que el trabajo es excesivo, i el
domingo 2 de septiembre llegana fallecer hasta 10 personas en un mismo día.
En las partidas de defunción,
firmaban además del cura, Filomeno Puig, joven acólito y Joaquín Garrigos,
sacristán, quienes asustados se encierran en sus casas, dejando esta
responsabilidad a los dos enterradores: Joaquín Colomina, sereno del pueblo y Joaquín
Ripoll Borrell, viudo y labrador de 67 años que acabará su tarea contrayendo la
enfermedad durante el brote epidémico y morirá 5 días después, el 7 de
septiembre de 1855, y será enterrado por su compañero de labor...
En aquellos días van a morir tanto
ricos como pobres, labradores como jornaleros, artesanos como obreros, médicos
como maestros de escuela. Entre otros desaparecen: Joaquín Lledó Martínez, uno
de los molineros de Benilloba; la mujer de Joaquín Monerris, barbero sangrador;
la de Joaquín Martínez, uno de los cirujanos del pueblo; los dos maestros de
escuela, Don Pedro Picó Catalá y Doña Teresa Tortosa Beltrán junto con su
marido, el papelero José Berenguer; Francisco Ripoll, albañil; el hijo del
médico del pueblo, Don Pascual García; las mujeres de los dos horneros del
pueblo, Francisca María García Jover y Vicenta Garrigos; la viuda del
carpintero o la hacendada, Doña María Giner Llandís, natural de Játiva, vecina
de Benilloba. El ultimo en morir es Don Ginés Mira Monerris, secretario del Ayuntamiento,
el 2 de octubre de 1855 a los 48 años, por el cual se organiza un entierro
general “aunque sin haber llevado el
cadáver a la iglesia por obedecimiento a una repetida intimación del Alcalde de
una Real Orden”.
Por las mismas razones, los riesgos
de contaminación, impiden otorgar testamento ante un escribano. Las victimas no
tienen otro remedio que hacerlo en casa ante testigos, principalmente sus
familiares o ante el párroco en el momento de confesarse. Este testamento
preveía lo que se pagaría por los
derechos funerales y la clase de entierro elegido – Mariana Compañy, de 34
años, pide así “que se vestise su cuerpo cadáver del abito de
Santa Ana” -. Los pobres no pagan, son enterrados “Amor Dei”. Unos feligreses se niegan a pagar los derechos funerales
de los suyos, pretextando que no son tan acomodados como lo dice el párroco…
La bisabuela de mi abuelo fue
una de las 95 víctimas mencionadas y el recuerdo del brote epidémico del cólera
del año 1855 ha quedado vivo en la memoria familiar. Hace unos años, enseñé a
mis hijas la Fuente del Progreso y lo que representaba para los ancianos del
pueblo, ¿quién sabe lo que guardarán en memoria?
Olivier
Sanz Sauzet
Nimes.Francia.
Revista de Festes 2016
Entierro
de un labrador en Benilloba
(grabado del artista alcoyano Francisco Laporta Valor, 1877)
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